El río Rubagón a su paso entre los pueblos de Porquera y Revilla de Santullán, en La Montaña Palentina.
VERANO EN EL VALLE DE SANTULLÁN
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a los campos santullanos, recorrer los lugares asombrosos de sus vedes valles,
sentarse al caer la tarde al borde del río contemplando la pequeña cascada que
forma la poza mítica de los baños infantiles; hacerlo, al lado de la fuente La
flor, del arroyo claro que se desliza sinuoso y trepidante pendiente abajo
formando pasto y follaje en la extensa pradería de la luz y de la calma. Bello
alboroto del alma. Toma de contacto con la natura generosa y esplendente que va
filtrando a cada paso entre espacios de silencio, salud y serenidad. Arroyos, manantiales,
charcos, donde uno asombrado se miraba de niño y se reconocía; lugares perdidos
entre la floresta, que parecen estar para quienes a su frescor deseen tenderse
y respirar. Hermosos, concentrados espacios entre luces y sombras, plácidos,
casi dormidos entre lo boscoso de los montes y majadas, tan sólo
sorprendidos por los sonidos y rumores provocados por el correr del viento
entre hojas que se revuelven juguetonas entre claridades y sombras al compás de
los incansables zumbidos de los insectos; y, a lo lejos, los no menos
perseverantes tintineos de esquilas del calmoso e inalterable ganado.
Tardes
largas del verano en que los pueblos diseminados por el paisaje, en sintonía
con la naturaleza, aletargados brillan bajo un sol de fuego; tranquilidad,
reposo, conexión con la naturaleza; lectura a la sombra entre el verde temblor
de las hojas; refrigerio a pie de pomaradas, castaños, perales, ciruelos o
manzanos, que van cuajando lentamente sus frutos dentro de cercados de piedra
rodeando pendientes y laderas colmando al paisaje de un grato festón estival.
Definidas y perfiladas líneas cimeras de las impresionantes montañas cántabras
sobrepasando algunas los dos mil metros de altura en un entorno
geográfico espectacular, donde destaca la magnificada Sierra de Híjar protegiendo
de discordancias y contrariedades la paz del valle. Desde esas magnas
elevaciones -enérgicas, poderosas, soberbias- se van formando, en bruscos
primero y en suaves descensos después, pequeñas aberturas de la tierra,
afluentes, hilos de humedad, arroyuelos, barandales como puentes enramados
sobre el diamante azul del agua cristalina, leves torrentes como el
Rubagón sinuoso y trepidante que llegará a ser río determinante en el valle.
Senderos, altozanos, praderías, hermosas vistas, Brañosera y Salcedillo cimeras
poblaciones de la provincia palentina, panorámicas sorprendentes y admirables.
Si
andamos -o desandamos- los senderos del bosque de La Pedrosa, vemos cómo, en
cuanto aparece alargado Barruelo rodeado de antiguas minas y residuos de escombreras,
se va abriendo el valle: campos, aldeas, pedanías; pequeñas y ejemplares
iglesias románicas impasibles al paso del tiempo construidas con piedra desnuda
y muda aquietadas desde siglos, recibiendo el frescor sutil de la luz que como
a otras antiguas edificaciones va humedeciendo. Todo ello rubrica, desde la
sensible alejada niñez, vivencias y experiencias estivales que fueron quedando
grabadas para siempre en el fondo del alma, hoy descritas desde la añoranza que
produce la inevitable distancia que va recreando estampas de beldad única en
el recuerdo de un cielo azul, diáfano, reverbero y vibrátil, conformando el
museo natural original, incomparable y personal, de la singular Montaña
Palentina.
Deseo
de perdurar en esos verdes imperecederos, aún en el recuerdo, vaharada
flotante, miel de aromas que diría el poeta, pureza de aire, colores que
cambian con los días, olores a hierba, barro, algas, légamo, zarzas, juncos,
avellanos, robles, endrinas, hayucos, moras... O en esas nubes blancas, rápidas
o lentas, cruzando azulados espacios, sembrando de luces o grisuras del cierzo
los mantos verdosos de los campos palentinos. Cantos de grillos y chicharras,
graznidos de cuervos, el “cri-cri, cri-cri” del grillo, el piar de
alondras y otros pájaros en las ramas de chopos, tejos, abedules, robledales,
hayedos, la vista de los animales de labranza a lo lejos, los sudorosos y
afanados segadores, el carro al tiro de bueyes cargado de heno por caminos
polvorientos hacia los graneros tras larga jornada, encantados bosques,
senderos y prados abiertos a la imaginación, lugares de belleza deslumbrante y
serena que se van difuminando en círculos brillantes entre parpadeos,
guirnaldas de fulguras imaginadas, ecos y retumbos conmovedores, todo eso que el tiempo no logró ni logrará
acallar.
Barcelona. Marzo del 2019.
©Teo Revilla Bravo.
Tú estás lleno de recuerdos de cada recoveco de esos bellos parajes, yo, he aprendido a amarlos y sentirme parte de la gran naturaleza que nos envuelve cuando nos acercamos al valle de Santullán. Creo que cualquiera que lea tu escrito sentirá el amor que nos une a esos paisajes. Besos
ResponderEliminarEs inevitable. Esas imágenes las tengo grabadas desde que nací. Lo hice al lado del río.... Y el monte, los campos, los bosques y praderas, las cumbres de la sierra, se metieron directamente en mi alma infantil. Hasta hoy.
EliminarUn abrazo, Karyn.
Teo, tus palabras han agotado todas mis posibilidades de expresar lo que tan tuyo es y de lo que yo conservo grata memoria por la etapa de mi vida en que se me permitió disfrutarlo. Sólo mis sentimientos llegan a la altura de tus descripciones... El resto es placentero silencio. Abrazos.
ResponderEliminarSé que alguien como tú puede lograr recoger íntimamente lo que he intentado transmitir torpemente con la escritura. ¿Cómo dar idea de lo que el alma sensible siente cuando pasea por esa naturaleza, aún sin dañar por fortuna, que es ese hermoso enclave de la Montaña Palentina? Tienes razón: dejemos que ese placentero silencio lo exprese mejor desde nuestro interior.
EliminarUn abrazo.