"El lector" obra del pintor simbolista suizo Ferdinand Hodler
EL LECTOR
Ser lector es una de las cosas más sobresalientes y maravillosas que me han sucedido en la vida, como sin duda le ha sucedido a todo amante de las letras. Todo comenzó con fábulas y cuentos narrados a pie de cuna, teniendo su continuación en el aprendizaje escolar donde letra y palabra constituían buena muestra de lo que la magia de los sonidos y de los signos pueden lograr alcanzar en un niño imaginativo, sensitivo e impresionable, absorto y boquiabierto cuando le leían en voz alta. Magia en la voz y en la forma escrita, que me llevó temprano al dibujo de la palabra, ya que lo primero que perfilé sobre papel con un lapicero tras los habituales rayones fueron tímidas apariencias de letras transformadas en ilegibles garabatos; luego llegaría el dibujo. La lectura, la escritura y dibujo y puntura, forman parte esencial de mi vida desde el uso de razón.
Recuerdo la imagen de mis mayores leyendo novelones, por entregas en aquella época, al pie de lumbre en los largos inviernos cántabros. Verlos y oírlos leer en voz alta, me llenaba de grandes interrogaciones sobre un mundo con enigmas por descubrir. Como si en vez de nacer con un pan bajo el brazo que se dice, lo hubiera hecho con un libro de imágenes descubriéndome página a página lo sorprendente de la vida.
En la adolescencia notas que la lectura se convierte en práctica permanente, que no hay ocupación mejor como afición y aprendizaje al ser una actividad que no decepciona y produce satisfacción pues a partir de ella puedes descubrir incontables existencias ajenas a la propia. Hay una primera etapa en que se devoran libros de manera agitada y descontrolada, y es debido al ansia y a la prisa por conocer autores nuevos asumiendo que hay diferentes maneras de escribir y concebir el hecho literario. Es una etapa revolucionaria en la que no importa mucho cuáles sean los libros y sus autores pues nos hacemos simplemente adictos investigadores de sensaciones nuevas. Las letras, en esa edad, son alimento y aliento del alma para quienes las aman. Con el transcurso del tiempo, uno se va aplacando comenzando a ser selectivo y controlar mejor, al darse cuenta que no todo lo que se escribe es tan bueno ni tan importante como nos dicen y quisiéramos. Los gustos se van refinando y cambiando con la edad. Hay tanto por abarcar disponiendo tan poco tiempo para hacerlo, que hemos de aprender a seleccionar y averiguar aquello que encaja con nuestra sensibilidad tratando de cruzarnos con ese libro mágico que contenga en su interior alma y vida, esa historia que nos haga despertar a inquietudes y a la posibilidad de alargar el inagotable don del saber.
No sé si hay algún método especial para impulsar el hábito de la lectura; lo que sí sé es que a la literatura, al arte en general, es mejor llegar de manera personal y sin muchas influencias externas que pueden confundir o alinear ideológicamente en una dirección u otra, algo que atañe al crecimiento y discernimiento de la propia personalidad. Un libro lleva enseguida a otro, y éste a otro. Los métodos de lectura pueden ayudar, pero sin previa voluntad no son garantía de casi nada.
Siempre hay un libro revelador, un libro sorpresa, un libro que nos aguarda para enseñarnos algo importante seduciéndonos de manera especial. En mi caso, avanzada la adolescencia, fue el hecho de caer en mis manos “Siddhartha” de Hermann Hesse. Siddhartha nos muestra el aprendizaje de un joven con grandes inquietudes espirituales, que va en busca de la verdad y la felicidad. Siddhartha, en ese recorrido vital que presenta la novela, entra en contacto con personajes que le van mostrando aspectos diferentes de la condición humana. En un lenguaje de alto contenido poético con una estructura narrativa diáfana, Hesse logra exponer algunos evidentes efectos del comportamiento humano, abogando por valores morales que necesariamente han de surgir de la libertad individual y la independencia de criterio de cada cual. Tanto por su contenido como por su belleza literaria, Siddhartha se convirtió en uno de los clásicos más leídos del siglo XX. No sé explicar mejor qué vi en ese libro que me iluminó a los dieciséis años, sí que fue revelador, que la vida tras muchas vicisitudes y acontecimientos cumple un ciclo necesario y que mientras se realiza va transformándose uno poco a poco hasta morir enlazado con el todo. Pudo haber sido otro autor, otros libros, pero fue el maestro alemán quien, con su talento demostrado manejado fluidamente con la sencillez de una propuesta literaria significativa y conmovedora, lo consiguió. Hubo otros de manera continuada que sobresalieron por sus grandes manifiestos, incógnitas y secretos, de tal modo que con el paso de los años me convertí en un devorador convulsivo de libros. Hasta de aquellos que parecían imposibles por complicados, confusos o por su efecto intelectual contenido. Leí a autores franceses, alemanes, italianos, ingleses, que me asombraron; lo hice con norteamericanos con mucho celo, pero me quedé sobre todo enganchado a los autores rusos por la importancia que cobraron en mí obras de Nikolai Gogol, Tolstoi y Dostoievski, esencialmente. Por afinidad y cercanía lingüística, me embebí luego, también con placer de lo asombroso del mágico boom latinoamericano, sin olvidarme de clásicos españoles y foráneos.
Algo importante: inculcar la afición a la lectura a niños y jóvenes, pues corren el peligro de quedarse enganchados en lo lúdico, universo a veces engañoso que les ofrece lo visual al que recurren con pasmosa facilidad. Que las nuevas generaciones sigan disfrutando del placer de la lectura, ha de ser uno de los fines principales de padres y educadores, que logren ser luego personas preparadas para entender la vida propia y la ajena que les llega.
Ser lector significa descubrir, indagar, tener intuiciones, manejarse con sensibilidad, fracasar con unas lecturas y ser premiados con otras, siempre aprendiendo. Una cosa está clara: una vez hemos entrado a navegar por el maravilloso orbe de los libros, no podremos ni desearemos dejar de hacerlo.
Barcelona.-22.-01.-2014.
©Teo Revilla Bravo.