Entro en el verso como el sediento peregrino entra en el oasis que se abre a la fuente de los cielos. Fuera del verso no cabe nada, se rompe todo contacto que humaniza descarga y despeja, nada hay en este nido de avispas que irredentos sin querer habitamos o nos habita.
Aún sabiendo que escriba o no escriba prosa, rima métrica, poema asonante o consonante, endecasílabos, églogas, madrigales, odas, versos de arte mayor o menor, décimas, sonetos o composición de arte escribo, voy dejando jirones de palabra sin saber si lo hago bien o mal, pues el verso, pese a no ser conciso ni claro ni tener normas precisas en mí, crece por el alma como la infatigable yedra lo hace sobre la pared de un muro o una a casa. El verso me hace—¡ay, Hernández!—libre, me pone alas, soledades me quita, cárcel me arranca.
No quiero reglas. No quiero fronteras que colapsen y retengan los circuitos del alma. Necesito libre circulación. Por eso esta terrible duda que a veces me invade de si escribir o no merece la pena. Vaya rollo, te dirás—si lo lees—querido amigo. No sigas. Qué más da ser leído o no, si el fin no es otro que desagraviar gramáticas internas que se descorazonan solas en el alma.
Entro en el verso como el gorrión entra en su nido o el pez en un cardumen. Entro para cobijarme en lo cálido, retirarme del mundanal ruido e intentar lograr atrapar lo inasible del silencio.