MUERTE Y POESÍA
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Tanto la muerte como la vida han sido presencia en la
poesía desde siempre, penetran en la conciencia de quien escribe instalándose
en su ánimo para no salir más. Escribir para morir, morir para escribir, hacer
posible muerte y vida a través de la escritura, pues su magnificencia equivale
a establecer memoria, huella y similitud, en la tarea de humanizar el pensamiento
con libertad.
La muerte conforma la figura del verso y la
encarnadura moral de cada poema esté en él real o latente. Es cada verso tenue
luz de luciérnaga que ilumina esa noche obscura del alma que cantaba San Juan
de la Cruz. A través de esa luz se produce la unión de la labor de morir con la
de escribir, haciendo posible la metamorfosis de la negatividad extrema hacia
la extrema positividad. Orquestada con precisión y rigor, la muerte contiene
todo asomo de existencia, sombra y luz que aguardan pacientes entre lo carnal y
excitante tejiendo la urdimbre del final de cada ser. La vida, en el contexto
de lo poético, sería el sol que ilumina,
el aire que se respira, el sueño de lo imposible, el sable que reluciente se
afila, el constante reproche que nos hacemos, la insatisfacción y a la vez la
esperanza necesaria para seguir respirando. El poeta en ese contexto, es la voz
luminosa que va muriendo y renaciendo, lenta pero constante, en cada obra.
Irrumpe por doquier la melancolía en los versos
generando en el poeta la sensación de haber poseído paraísos, puntos
emocionales de salvación donde se sueldan, a la manera quevedesca, muerte con vida,
vida con muerte, inevitables presencia que en poesía al unirse configuran un
todo. En esa travesía de poesía y vida, de poesía y muerte, la reflexión
meditativa, se convierten en una forma de forjar versos de alto calado
emocional encargados de estimular la propia existencia para intentar ganar,
oscilando entre la duda y la certeza, una batalla que nos parece perdida de
antemano. En esta labor aparece la luminaria que invoca al amor, al encuentro,
a la posibilidad de afianzamiento entre el yo y el otro, la otredad para
perpetuarnos y con ella el amor, el gozo, pero también el dolor, la decepción,
las palabras dulces y las más mordaces, aquello que nos liga como seres
vulnerables a la finitud. La angustia ante este hecho incuestionable, a menudo
se convierte en un sinsentido que puede llegar a destruirnos. Saber que hemos
de morir, nos puede poner en alerta y estar a la desesperada si no sabemos
resolver de alguna manera el enigma que se nos plantea. El cúmulo de tanta
inquietud se puede volver en un sinsentido inevitable. La poesía es el arduo
camino que emprende el ser desde que nace hasta que muere. Sirve de revulsivo;
nos va salvando y sustentado el momento; es vitamina oportuna y fortaleza de
espíritu.
El tema recurrente de la muerte en la poesía, sirve
para ponernos al acecho, para requerir savia vital volcándonos en la fe y en la
esperanza pues sin ellas estaríamos obligados a una cita con la peor muerte.
Percibiendo todo esto bien, podemos llegar a percibir mejor la obra
extraordinaria de todo buen poeta, esa estética arropada de silencios que
hablan desde donde cultiva con arresto lo que calla pero está latente, lo
manifiesto oculto, el ángel que lleva dentro como metafórico mensajero de luz.
El poeta escribe y escribe, y sintiendo que se salva cada vez un poco más con
cada verso de las torpezas de la vida y del dolor que provoca pensar en lo
irremediable.
Barcelona. Marzo. 2015.