SUEÑO EN LA CIUDAD DESIERTA
La tarde se pone melancólica y parda. Se va estirando arrastrada por la noche que llega atenazada de prisa y tristeza. La ciudad ─flores de luces y sombras─ balancea sinsabores y espesuras.
Camino sin rumbo, quién
sabe adónde, por calles que se abren como heridas. La poesía ─que duele─ asoma valerosa entre los jirones de
sombras esparcidos por avenidas, jardines y paseos. Observo. Como en las
grandes panorámicas naturales, todo, a cada paso que doy, va cambiando de tintes
y tonos. Es como entrar en un sueño de pájaros ocultos, espacio donde se entierran
muertos y se desbaratan fugaces relámpagos. Triviales malaventuras me acosan, no me dejan caminar. Es
la soledad. Son las vueltas y recovecos de un camino incomprendido, donde presiento silencios, noche bronca en la que intento apartarme del miedo buscando
atisbos de lucidez mientras siento acechante la llegada inevitable olvido. ¿De qué estará hecho el olvido?, me pregunto. Residuos, despojos, cenizas… Quizás se refleje ─charcos que dejó la lluvia─ en esos espejos que me miran insultantes más allá o acá de mí
mismo reflejando una nadería como miran a la poesía los
insensibles. Pobre poesía a la que quisieran estrangular con la bufanda blanca -amagada crueldad- de oficiales laureles.
Sigo. Camino aparentemente
impávido por la ciudad desierta. Lo hago entre refulgencias y obscuridades, embriagado de pensamientos y atmósfera lobreguez. Una ventana iluminada y otra y otra,
dan idea de encrucijadas humanas, actividad y vida; un turbio edificio y otro y otro, aferrando corazones, forman
la interminable metrópoli del desconsuelo; un televisor, una guitarra
destemplada, el lloro desgarrado de un bebé, la grieta abierta en el alma enamorada
de una joven postrada en la cama de la desventura; la soledad extendiéndose
como oscura mancha; rostros de mujeres y hombres; historias que empiezan y
acaban de mil modos diferentes, la vida.
Doy vueltas a todo sin concretizar nada. Soy una entelequia más en todo este espanto. Quizás
la más absurda. Existo, sí, y muero. Sé que existo y que muero. No quiero entrar al respecto en
dudas, pero como un Ulises desterrado sin Ítaca posible que recuperar, misterioso ser atravesando
duro desierto, ay dolor e infortunio, sin cuándo, sin antes, sin después, lloro esta noche donde nada es lo que parece ser.
Hay un surco abierto en el asfalto a modo de garabato que me atrae
poderosamente la atención. Quizás sea la línea obscura de los versos de
Verlaine, que desde hace años me persiguen. No lo sé. En tal caso, el camino me
desgasta, me obliga a detenerme y buscar un lugar donde reposar, con o sin ayuda
de la absenta, con o sin Verlaine al lado, acunado y protegido por los setos de
un jardín cercano, por la luna honda y la estrella alta que me miran desde las alturas, imploro un sueño redentor. Así, introducido en limbo surrealista, siento que caigo en éxtasis redentor o quizás en redentora nada.
Cumplido sesenta y cinco años. Sesenta y cinco años y sigo apegado como
en la infancia a utopías, ilusiones, pinturas, libros, películas, a estímulos
y a liberadoras fantasías aún con la boca abierta ante espejuelos y abalorios
que sorprendentes aparecen por doquier; aferrado a la curiosidad, al desacierto, y al desconcierto. La vida desgasta indeleblemente como por otro lado lo hace la
hermana muerte. Hay puertas giratorias que no rotan; contraventanas inoportunas que nunca se abren; caminos fraccionados imposibles de recorrer; pero también cielos desplegados que conmueven y nos llenan de belleza y amor, ese amor que
necesita aire abundante y fresco para no asfixiarse. Sé que las cosas, los
objetos, todo lo que me rodea, jamás sabrán que he existido a su lado rozándolos,
tocándolos, sirviéndome de ellos para bien o para mal. Morir es una necesidad
que se adquiere con el nacimiento y que nos conduce, indefectiblemente día a día, a la vida
─goce, dolor─ con la fórmula mágica del artificio embaucador, la misma
con que la existencia nos devuelve luego indefectiblemente a la muerte. Olvidar el fracaso de la
hora última. Olvidarlo todo. Dejar de deambular entre pájaros muertos y
ciudades imposibles, e iniciar los caminos que conducen a las estrellas. Regresar
al antes del nacer donde todo en nada estaba bien. Lograr por fin la inocencia, fiesta eternal del universo, simbiosis y armonía sin destino ni presión.
Barcelona, diciembre, 2016.
©Teo Revilla Bravo.